Hablar para aprender

“Mientras que las aulas tradicionales tienden a permanecer en silencio, excepto por el sonido de la explicación del profesor, las centradas efectivamente en el aprendizaje se caracterizan porque los estudiantes hablan y actúan colectivamente”. Con esta cita abre el apartado “Hablar para aprender” del libro El derecho de aprender, escrito por Linda Darling-Hammond y distribuido gratuitamente entre los profesores por la Secretaría de Educación Pública.

Bajo el enfoque del aprendizaje cooperativo, donde los alumnos se ayudan mutuamente para lograr una meta, hablar con otros y escucharlos es fundamental, pues de esta manera se comparten saberes, experiencias, habilidades, razonamientos y expectativas. Mediante este estilo de enseñanza entre iguales, unos aprenden de otros, con otros, uniendo esfuerzos para resolver un problema, lograr una meta o comprender una situación. De esta manera, se trabaja con lo que Lev Vigotsky llamaba la zona de desarrollo próximo, o ese momento en que el sujeto está a punto de resolver, comprender o hacer algo, pero “le falta tantito”, una ayuda externa que le dé el empujoncito o el jaloncito para lograrlo.

Ya desde el siglo IV a.C., Sócrates utilizaba una técnica bautizada como mayéutica que se basaba en el diálogo, o más precisamente en un hábil interrogatorio entre el que sabe y el que aprende y que va llevando al segundo a descubrir lo que no sabía o aclarar lo que tenía confuso.

Para muchos de nosotros, es difícil concebir una clase donde todos hablan a la vez; eso rompe con la formación recibida y los conceptos que tenemos sobre el orden y el silencio necesario para aprender. En efecto, no toda habla enseña y no todos los grupos que lo hacen pueden estar efectivamente aprendiendo. Para hacerlo, los estudiantes tienen que tener muy claro el propósito de la actividad y enfocarse a realizarlo en serio, sin desvirtuar el uso del tiempo al utilizarlo para hablar de otras cosas, esto es, tienen que aprender a usar responsablemente esa libertad de hablar que el método les concede.

Una de los argumentos que Linda Darling-Hammond utiliza en defensa del habla en el aula es que el aprendizaje es un hecho fundamentalmente social, esto es, se aprende en contacto con otros, de otros, en un intercambio donde el habla es el vehículo fundamental. Al hablar, sostienen las teorías psicolingüísticas, no sólo se expresa la idea “que ya está adentro”, sino que el habla misma permite ir construyendo y reacomodando tal idea. La conexión entre habla y pensamiento no es sólo la de alguien que habla y un cable que trasmite su voz, sino que ambos se construyen juntos. ¿No cuando tenemos una situación problemática que no podemos resolver comenzamos a “hablar solos”? El exteriorizar los conflictos a través del habla y la escritura los aclara y permite verlos bajo otra óptica.

Afortunadamente, tanto en la casa como en la escuela, los niños tienen cada vez más oportunidades de hablar y opinar (y claro, de aprender a través de este proceso), desterrando aquel cliché del “tú no sabes, tú cállate”. Por supuesto que en muchas ocasiones el silencio también es necesario, sobre todo en el aula, donde hay mucha gente junta en un espacio reducido, pero no desdeñemos hablar para aprender. No siempre “calladitos se ven más bonitos”.

Toco tu boca.

“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.”

El 12 de febrero, pero de 1984 (esto es, hace nueve días hizo veintiséis años), muere en París, víctima de la leucemia, uno de los grandes –verdaderamente grande- de la literatura universal: Julio Cortázar

Argentino nacido en Bélgica y ciudadano francés, Cortázar es fundamentalmente reconocido por su novela Rayuela, publicada en 1963, que refleja la innovación, la creatividad y la originalidad que caracterizó su trabajo literario desarrollado en novelas, cuentos, teatro, poesía y otros textos menos literarios.

Profesor normalista con especialidad en literatura, fue, desde niño, muy enfermizo y eso lo obligaba a pasar largas temporadas en cama, en donde su gran compañera fue –y lo sería toda la vida- la lectura. Se cuenta que era tan desmedida esta pasión que algún médico llegó a recomendarle que, durante unos seis meses, tratara de leer menos y de salir más a tomar el sol. Como a muchos autores, la lectura lo llevó a la escritura.

El párrafo que abre este escrito corresponde al capítulo 7 de Rayuela y lo comparto como una invitación a conocer y disfrutar la obra de Julio Cortázar.

Con ganas de triunfar

“Con ganas de triunfar” es una película que todos tenemos que ver al menos una vez en la vida. Sobre todo las personas que se dedican al noble oficio de la enseñanza. Es un filme basado en una historia real, un poco maquillada por la industria del cine, pero que conserva la esencia de los hechos. Está basada en la actividad docente de un profesor de matemáticas, un boliviano que trabajó en los Ángeles, California, en el nivel equivalente a nuestra preparatoria: Jaime Escalante.

Este docente enseñó a cientos de estudiantes que por su origen socioeconómico –barrios marginados de negros y latinos- y deficiente preparación estaban destinados a reprobar el examen para ingresar a la universidad, sobre todo por sus graves deficiencias en matemáticas. Escalante diseñó y operó un estricto programa de trabajo que permitía que casi la totalidad de sus estudiantes aprobara, lo que le valió un reconocimiento que inspiró a la producción de la película de que hablamos.

Como no es mi intención narrar el argumento, sólo diré que Escalante, además, claro, de su sistema de enseñanza, basó su modelo en una firme convicción que trastocó el sentimiento de estudiantes que estaban convencidos del fracaso y la derrota: tú puedes hacerlo.

En el mundo de la enseñanza –dentro o fuera de la escuela- a esta fórmula se le conoce con el nombre de motivación. Estar motivado a algo implica tener la disposición mental para realizarlo “con interés y diligencia”, dice el diccionario; tener el ánimo, el entusiasmo, la convicción, la pasión. Si bien el logro de un propósito depende de muchos agentes (la circunstancia, los recursos, el tamaño del reto, etc.) mucho se habrá avanzado si de entrada hay ganas de intentarlo.

Los factores motivantes pueden ser múltiples y sus causas externas al sujeto (como los premios) o internas (como la convicción). Las ideales, obviamente, son las internas, aunque las primeras funcionan muy bien si se les maneja adecuadamente. Juan Antonio Huertas (1999), en su libro El aprendizaje estratégico, afirma que en la motivación que el profesor pretende en los alumnos para aceptar determinado discurso es esencial la percepción que ellos tengan de él como persona y como docente; esto es, cómo lo ven, cómo lo sienten y lo perciben y, un aspecto muy importante y poco abordado, cómo sienten que él los ve, los siente y los percibe.

La historia dice que uno de los factores clave en los resultados que sorprendentemente obtenían los alumnos de Jaime Escalante era la seguridad y confianza que él infundía en ellos mismos, y sobre todo, la confianza que los estudiantes sentían que Escalante tenía en ellos, quien los creía capaces de triunfar en un entorno que les decía, de muchas maneras, que no. Y lo lograban. Fundamentalmente porque se dedicaban en serio a estudiar, pero también porque estaban motivados, porque se sentían capaces y con ganas de triunfar.

Preguntar, preguntarse

Cuentan que durante su estancia en la ciudad de México a principios del siglo XIX, precedido por una innegable fama de sabio, Alexander Von Humboldt, llevado por su insaciable sed de saberlo todo, acostumbraba pasear por los alrededores para estudiar el mundo vegetal, animal y mineral de nuestro país. A estas excursiones lo acompañaba un guía al que una vez preguntaron cómo había sido el paseo y el aludido contestó: “qué sabio va a ser este señor; me preguntó cómo se llamaban mi mujer y mis hijos, cómo se denominaba el azadón, cómo la pala, etcétera. Cosas tan sencillas que yo las sé y otra cosa: hace como los muchachos de escuela, que juntan piedras para atiborrarse los bolsillos”. Enterado del suceso, se cuenta que Von Humboldt comentó: soy sabio no porque sepa muchas cosas, sino porque, precisamente, pregunto muchas cosas.

Preguntar, preguntarse, son acciones claves en la búsqueda del conocimiento y, con ello, de la sabiduría. La innata curiosidad de los niños que todo lo preguntan tiene, como afirma Piaget, una explicación: la necesidad de darle sentido a un mundo totalmente desconocido y al que se accede a través de la exploración y la pregunta.

Jorge Larrosa (2003), en su libro La experiencia de la lectura hace una hermosa reflexión –casi poética- sobre la importancia de la pregunta y que comparto con ustedes.

“Estudiar es también preguntar. Las preguntas son la pasión del estudio. Y su fuerza. Y su respiración. Y su ritmo. Y su empecinamiento. En el estudio, la lectura y la escritura tienen forma interrogativa. Estudiar es leer preguntando: recorrer, interrogándolas, palabras de otros. Y también: escribir preguntando. (…) Las preguntas están al principio y al final del estudio. El estudio se inicia preguntando y se termina preguntando. Estudiar es caminar de pregunta en pregunta hacia las propias preguntas. Sabiendo que las preguntas son infinitas e inapropiables. De todos y de nadie, de cualquiera, tuyas también. (…) El estudiante tiene preguntas pero, sobre todo, busca preguntas. Por eso el estudio es el movimiento de las preguntas, su extensión, su ahondamiento. Tienes que llevar tus preguntas cada vez más lejos. Tienes que darles densidad, espesor, Tienes que hacerlas cada vez más inocentes, más elementales. Y también más complejas, con más matices, con más caras. Y más osadas. Sobre todo, más osadas. Por eso el preguntar, en el estudio, es la conservación de las preguntas y su desplazamiento. También su deseo. Y su esperanza. Por eso, a las preguntas del estudio no las interrumpe ninguna respuesta en la que no habite, a su vez, la espera de otras preguntas, el deseo de seguir preguntando. De seguir leyendo y escribiendo. De seguir estudiando. De seguir preguntándote, con un cuaderno abierto y un lápiz en la mano, rodeado de libros, cuáles podrían ser aún tus preguntas.”

El estudio, la escuela y la vida misma son oportunidades para vivir en la pregunta, no sólo para obtener información sino, más importante aún, conocimiento. Preguntar, preguntarse, es pensar y ese es el sustento de la sabiduría.

Organizador avanzado

David P. Ausubel, estadunidense, fue un especialista en psicología del desarrollo cuyos planteamientos sobre el pensamiento y la comprensión han influido significativamente en el ámbito educativo mediante una teoría que, en términos generales, él denomina aprendizaje por exposición y que se enmarca dentro de un enfoque más amplio conocido como aprendizaje significativo.

El aprendizaje por exposición es la otra cara de la moneda –que no la oposición- del aprendizaje por descubrimiento desarrollado por Bruner donde el sujeto construye el conocimiento de manera inductiva, mientras el primero lo hace deductivamente.

En el aprendizaje por exposición el sujeto recibe la información pero no de forma pasiva pues su participación activa es una condicionante para el logro de la comprensión y, por ende, del conocimiento. La exposición puede provenir de lo que conocemos como la cátedra o explicación del docente o de un texto escrito y fundamentalmente se utiliza para la enseñanza de conceptos o la relación que se da entre ellos, por lo que es posible abarcar prácticamente todas las ciencias y disciplinas cuyos contenidos tengan un sustento teórico; esto la hace, por ello, no muy recomendable (o habría que hacer las adecuaciones necesarias) para los primeros años escolares, donde los alumnos no han desarrollado todavía el pensamiento abstracto.

Ya sea que la exposición se presente de manera oral o escrita, el modelo recomienda el uso de un recurso previo al desarrollo del tema que se llama organizador avanzado, que tal vez sería más propio entender como “de avanzada” o preliminar. El organizador avanzado es una introducción al tema que presenta de manera panorámica y breve el contexto y las características generales de la información que se va a abordar. Esto es, establece un puente entre los conocimientos previos del alumno y los nuevos contenidos. El organizador avanzado no es una simple introducción a la clase o un momento de motivación, sino un recurso que busca “conectar” al alumno con los nuevos conceptos a abordar, por lo que, para que funcione, su elaboración debe planearse y ejecutarse con todo cuidado. El organizador avanzado ayuda a los estudiantes a comprender temas complejos o desconocidos.

En su libro Enseñar a aprender Etty Haydeé Estévez (2002)nos muestra un ejemplo de organizador previo: “En la última sesión aprendimos sobre los motores de pistón. Para esta lección estudiaremos los motores de turbina. Los motores de presión y los motores de turbina tienen en común una característica importante: la combustión produce gases calientes a altas presiones. En la última lección aprendimos que para operar un motor de pistones se requiere, primero, quemar el combustible a muy alta presión. Segundo, la combustión crea gases calientes bajo presión alta. Esta presión alta ocurre en una cámara de combustión. Tercero, bajo esta presión, los gases calientes se expanden y presionan contra los pistones. En esta lección sobre las turbinas veremos que este tipo de motores trabaja en forma muy similar pero con una diferencia. Se analizará cómo funciona una turbina, por medio del rastreo de estas tres operaciones similares y de investigar después la diferencia principal entre ambos tipos de motores”.

Este recurso, como todas las situaciones didácticas, funciona mejor para algunos temas que para otros y depende en mucho de la manera en que se trabaje y de las capacidades del maestro y del alumno. Con todo, el organizador avanzado siempre será un apoyo sin el cual el estudiante podría encontrarse perdido en el tema, como sucede muchas veces en el salón de clases donde los alumnos terminan por desentenderse de la exposición del maestro porque no entienden nada o abandonan el libro porque tampoco les dice nada.

El príncipe de las letras

El célebre poeta nicaragüense Rubén Darío, considerado el padre del Modernismo, corriente literaria de finales del siglo XIX y principios del XX, declaró alguna vez, que aprendió a leer a los tres años de edad, y que unas de sus primeras lecturas fueron El Quijote, Las mil y una noches y La Biblia. A los trece ya había publicado un poema en un periódico y poco después en una revista literaria. Del libro que lo catapultó a la fama, Azul, he retomado este breve relato, una muestra de su estilo, y que hoy comparto con ustedes. Se llama Acuarela.

“Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas y más violetas que rosas. Un bello y pequeño jardín, con jarrones, pero sin estatuas; con una pila blanca, pero sin surtidores, cerca de una casita como hecha para un cuento dulce y feliz.

En la pila, un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudiendo las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la forma del brazo de una lira o del asa de un ánfora, y moviendo el pico húmedo y con tal lustre como si fuese labrado en un ágata de color de rosa.

En la puerta de la casa, como extraída de una novela de Dickens, estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas, clásicas, con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuerpo encorvado, las mejillas arrugadas, mas con color de manzana madura y salud rica. Sobre la saya obscura, el delantal.

Llamaba: ¡Mary!

El poeta vió llegar una joven de un rincón del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para meditar en que son adorables los cabellos dorados, cuando flotan sobre las nucas marmóreas, y en que hay rostros que valen bien por un alba.

Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre las rosas -quince años, sí, los estaban pregonando unas pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una frescura primaveral, y una falda hasta el tobillo que dejaba ver el comienzo turbador de una media de color de carne;- aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus arcos verdes, aquellos durazneros con sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de alas cristalinas e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de sus plumas, y zambulléndose entre espumajeos y burbujas, con voluptuosidad, en la transparencia del agua; la casita limpia, pintada, apacible, de donde emergía como una onda de felicidad; y en la puerta la anciana, un invierno, en medio de toda aquella vida, cerca de Mary, una virginidad en flor.

Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí, con la satisfacción de un goloso que paladea cosas exquisitas.

Y la anciana y la joven:

-¿Qué traes?

-Flores.

Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que revolvía con una de sus manos gráciles de ninfa, mientras, sonriendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en redondo dejaban ver un color de lapislázuli y una humedad radiosa.

El poeta siguió adelante.”
Sobre el inusitado genio de Rubén Darío, llamado el Príncipe de las Letras Castellanas, se han vertido ya muchos y brillantes comentarios. Sin embargo, mañana se celebran 147 años de su nacimiento y había que recordarlo.

Antes de leer un libro

A mí, como a muchos docentes, sobre todo de educación media superior y superior, nos ha tocado ver a jóvenes estudiantes buscando en un mar de libros y fotocopias la información requerida para armar un trabajo que deben de entregar –por regla general- al día siguiente. Angustiados, desesperados, toman un libro y luego otro y otro más y los van hojeando de adelante hacia atrás o viceversa, o abriéndolos al azar, con la esperanza íntima de que, en un momento dado, al dar vuelta a una hoja ¡oh, sorpresa! allí esté, justamente, con todas sus letras, la información que se andaba buscando.

Esta situación (que puede deberse también a una falla de planeación del docente), evidencia una falla grave en la metodología de la búsqueda de la información. Muchos estudiantes deambulan por pasillos o ficheros buscando algo que no tienen claro qué es, topan con un título que contiene alguna palabra relacionada con el trabajo y con la idea de que “aquí ha de venir algo” se ponen a hojear esperando el milagro.

Para un efectivo encuentro de la información hay que hacer una búsqueda adecuada. Eso reduce el tiempo, el esfuerzo y el estrés implicados en el trabajo. Antes de leer el contenido, es necesario que el estudiante evalúe el libro, que lo vea, valore y analice con cuidado y detenimiento.

Alexander Luis Ortiz Ocaña, un académico del Centro de Estudios Pedagógicos y Didácticos de Barranquilla, Colombia, propone tomar en cuenta ocho aspectos antes de leer un libro: 1) Leer –y sobre todo interpretar- el título del libro para ver si corresponde con el tema buscado. 2) Analizar el índice prestando atención especial al título de los capítulos. 3) Revisar con detenimiento los subcapítulos y demás divisiones de aquellos capítulos susceptibles de ser útiles. 4) Ubicar el lugar y la fecha de edición del libro para determinar su vigencia, ya que puede contener información relativa a aun entorno no aplicable al trabajo o de datos ya caducos. 5) Leer el prólogo o presentación del libro (si lo tiene) a fin de identificar objetivos, lectores a quienes va dirigido y personas que participaron en la su elaboración. 6) Leer la introducción del libro (que maneja información diferente al prólogo) para ubicar las ideas o teorías en que se fundamenta el texto y su importancia teórica o práctica. 7) Leer el epílogo o conclusiones dadas por el autor para inferir la orientación, el tratamiento y el alcance del contenido. 8) Revisar el glosario de términos para comprobar si el tema buscado aparece desarrollado en el contenido del libro.

La propuesta puede parecer, en principio, engorrosa y difícil, pero su utilidad es indudable para una eficaz búsqueda de información. Si tomamos en cuenta que esta revisión sólo lleva minutos (pues aún la lectura de prólogo, introducción y conclusiones pude hacerse mediante una lectura rápida), el tiempo destinado a ello será sin duda una inversión redituable.

Hacer que los estudiantes valoren un libro antes de comenzar a buscar desordenadamente tiene que ser una enseñanza y preocupación de los docentes; a ellos les corresponde fomentar este aprendizaje, y a los alumnos convertirlo en un hábito.

Lectura crítica

Mucho se dice que una buena lectura (hablo de textos informativos) debe llegar hasta la crítica del contenido. De hecho, uno de los ideales educativos es formar personas críticas. ¿Y qué debe entenderse por ello? A contribuir en la formación de seres capaces de reflexionar y emitir juicios acerca de la información a que acceden y no sólo recibirla pasivamente.

Contra lo que muchas veces el término evoca, criticar constituye una muestra de la inteligencia, el conocimiento y la sensibilidad de quien la realiza, y no una expresión de resentimiento, envidia o vanidad. La crítica no es una habilidad cognitiva básica, como el análisis, la síntesis, la deducción, la analogía y tantas otras, sino una competencia, es decir, una capacidad que se desarrolla a través del ejercicio –aprendido y controlado- de dichas habilidades. La comprensión de un texto conlleva, entonces, una necesaria lectura crítica.

María Teresa Serafini (2008), en su texto Cómo se estudia, expone que para llegar la lectura crítica el sujeto debe ser capaz de realizar al menos tres aspectos esenciales: comprender los objetivos del autor, valorar la fiabilidad de las fuentes del escrito, y distinguir hechos de opiniones.

Sobre el primer punto habría que decir que para el lector es fundamental identificar la intención del autor para saber cómo estructura –formal y conceptualmente- su escrito, y puede hacerse mediante la formulación de verbos como exponer, explicar, denunciar, convencer, tergiversar, etc. Esta intención puede aparecer explícita en el texto (“El propósito de este artículo es…”) o, por el contrario, no aparecer y entonces el lector debe deducirla o inferirla. Más aún, desarrollar la capacidad para detectar cuándo el objetivo “declarado” del autor realmente corresponde o no lo expuesto durante el desarrollo.

“Un texto o una afirmación tienen valor según la competencia que posee el autor sobre el tema”, afirma Serafini, y en la validez y veracidad de la información en que se fundamente, agregaría. Tener la capacidad para evaluar las fuentes y la información en que se basa un autor no es una habilidad, sino el resultado de un largo proceso de ir conociendo poco a poco sobre el tema. Una información amplia permite valorar y emitir juicios objetivamente sobre lo expuesto. De lo contrario, cualquier afirmación descabellada puede ser tomada como cierta, o al revés, no tener la suficiente capacidad para tomar por confiable una fuente.

El tercer punto tiene que ver directamente con lo anterior. Para un lector experto es fácil captar la distinción; un aprendiz tiene que realizar un análisis atento tanto del objetivo como de las fuentes del autor. Podríamos decir que un hecho es un dato que corresponde con la realidad (“Colima es un estado de la República Mexicana”) y una opinión constituye un punto de vista o interpretación sobre esa realidad (“Colima es el estado más bonito de la República Mexicana”). Una opinión, habría que decirlo, tiene la probabilidad de ser verdadera, pero necesita elementos que la sustenten para pasar a ser un hecho. Distinguir hechos de opiniones constituye un eficaz filtro para aceptar o no las ideas del autor.

Como se dijo, estas tres condiciones son elementales para una lectura crítica; pueden considerarse más, según sea la necesidad o el interés del lector. Con todo, debe considerarse una competencia a desarrollar durante toda la vida y que puede ir desde la crítica más sencilla hasta la más elaborada. Acaso lo más importante sea leer siempre con esa intención, con ese espíritu, porque, siendo así, podríamos decir que critica quien puede, no quien quiere.

Elogio del libro

Quiero comenzar mis colaboraciones de este año que inicia con un texto emotivo del argentino Jorge Luis Borges acerca del libro. Espero que sea de su agrado.

“Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación y de su memoria.

A partir de los Vedas y de las Biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu.

Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie.

Hugo escribió que toda biblioteca es un acto de fe; Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores pensamientos de los mejores; Carlyle, que la mejor Universidad de nuestra época la forma una serie de libros. Al sajón y al escandinavo les maravillaron tanto las letras que les dieron el nombre de “runas”, es decir, de misterios, de cuchicheos.

Pese a mis reiterados viajes, soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser Don Quijote y que sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro.”

Les deseo salud y satisfacciones haciendo votos porque este año tengamos en el mundo menos armas y más libros.

Cuánto gané, cuánto perdí.

Hace unos días, en una tienda de abarrotes de barrio, tuve oportunidad de ver un fenómeno que cada día es más común desde la popularización de la calculadora. Para sumar trece más veinticinco pesos la encargada echó mano al aparato y me dio el resultado. Yo, provocadoramente, como dudando, pregunté ¿treinta y ocho? Ella, para reafirmar, pulsó la función de borrado y volvió a sumar. Sí, dijo, treinta y ocho.

La posibilidad de tener acceso a la tecnología de vanguardia ha sido, sin dudarlo, uno de los grandes beneficios para la humanidad, pues con ello se obtienen mayor comodidad, rapidez, economía, salud, diversión y, en general, una mejor calidad de vida. Tal es el caso de la calculadora de que hablamos, que en sólo una décadas pasó de ser un aparato que apenas cabía en un cuarto hasta convertirse en un artefacto –con sus diferentes tamaños, calidades y precios- tan alcance de todos que prácticamente no tiene una quien no quiere.

Pese a las ventajas que la calculadora ofrece, no son pocas (ni superficiales) las voces que advierten de la disminución en la capacidad de realizar operaciones matemáticas mentalmente que el aparato podría estar provocando en los adultos o impidiendo desarrollar en los niños, sobre todo cuando se trata de cantidades sencillas y totalmente accesibles, como en el ejemplo que cito. Otro caso se da con la agenda que ya traen integrada los teléfonos celulares, que nos ha ido haciendo olvidar números que antes teníamos en la memoria. Bueno, hay quien no puede recordar ni el propio número (“es que nunca me llamo”) y tiene que consultarlo en la susodicha agenda.

Una reflexión en el mismo sentido, pero teniendo como referente la escritura, hace Moorhouse (1987) en su libro Historia del alfabeto, y que comparto con ustedes: “Debe aceptarse por descontado que la memoria de los analfabetos (pueblos y personas) se halla con frecuencia más desarrollada que la de los alfabetos. Los poemas de Homero y de otros poetas antiguos eran recitados de memoria por los bardos, sin ayuda alguna de la escritura. El advenimiento de la escritura propiamente dicha originó una relajación en el cultivo de la memoria, que al principio fue considerada como una pérdida lamentable. En Nueva Zelanda los maoríes se opusieron a la introducción de la escritura porque temían los efectos que causaba en la memoria y César (el emperador romano) aduce eso mismo como razón por lo que los druidas se negaron a consignar por escrito sus costumbres religiosas. La cuestión también se analiza en el Fedro de Platón, donde se sugiere que el uso de la escritura hace más fácil para la mente recordar los hechos cuando ello se hace necesario, pero que al mismo tiempo destruye el verdadero e íntimo conocimiento que es propio de la perfecta memorización”.

Hoy tenemos muy claro y es muy obvio el gigantesco paso que significó para la especie humana la invención de la escritura y el desarrollo de la tecnología, sin embargo, conviene no perder de vista la vital importancia del desarrollo de las propias capacidades humanas, como el cálculo y la memoria, ésta última, por cierto, tan satanizada y desprestigiada en el ámbito pedagógico.