El arte de escribir

 

Un texto que el lector tiene en sus manos, empezó su camino desde que era una idea o una intención en la mente del autor. Contra lo que pudiera pensarse, de la idea al buen escrito hay un proceso que pasa por pensarlo, hacerlo, corregirlo y darle su forma definitiva. Así lo explican Daniel Cassany et al (2000) en el libro Enseñar lengua (Graó: Barcelona): “El arte de escribir se compone de tres procesos básicos: hacer planes, redactar y revisar, y de un mecanismo de control, el monitor, que se encarga de regularlos y de decidir en qué momento trabaja cada uno de ellos”.

 

Durante el proceso de hacer planes nos hacemos una representación mental, más o menos completa y esquemática, de lo que queremos escribir y de cómo queremos proceder. Anota Cassany que en este punto se llevan a cabo tres subprocesos: el de generar, que consiste en recuperar, en traer desde la memoria la información que vamos a utilizar; el de organizar, que consiste en clasificar y ordenar esos datos obtenidos; y el subproceso de formular objetivos, en donde se establecen los propósitos de la composición.

 

El proceso de redactar, anota el autor, “se encarga de transformar este proyecto de texto, que hasta ahora era sólo un esquema semántico, una representación jerárquica de ideas y objetivos, en un discurso verbal lineal e inteligible, que respete las reglas del sistema de la lengua, las propiedades del texto y las convenciones socioculturales establecidas”. La hoja de papel se va llenando con signos que ahora representan lo que eran ideas; una vez terminado este primer producto, es necesario realizar el otro paso de este proceso, el de revisar y, eventualmente, corregir el texto tantas veces como sea necesario. Esto es, volver a redactar y volver a revisar hasta que el autor se sienta satisfecho porque existe congruencia entre la idea que desea expresar y la forma en que lo hace. Este momento de revisión Cassany plantea que se lleva a cabo a través de dos acciones: leer y rehacer.

 

Finalmente, el proceso de control se refiere a “un cuadro de dirección que regula el funcionamiento y la participación de los diversos procesos en la actividad global de la composición”. Es un permanente estado de alerta y vigilancia para que todo el proceso de producción del texto tenga un control. Esto permite hacer y rehacer planes, así como escribir, revisar y corregir los textos.

 

Saber que los textos escritos –aún los aparentemente sencillos- pasan por un proceso permitirá a los alumnos saber que el buen texto no surge en el primer intento, sino que se va construyendo. Conocer y dominar un esquema de construcción de textos (de los muchos que hay) como el que aquí propone Daniel Casany facilitará el acercamiento al arte de escribir.

La maravilla del cuento

  

            Ya lo dijo no recuerdo qué poeta: los sueños de la humanidad se han mecido con cuentos. El cuento, ese breve relato producto de la ficción, de la imaginación (la loca de la casa), ha fascinado al género humano desde que tuvo conciencia de su estancia en el universo. Con diversos ropajes, el cuento nos acompaña a través de nuestra existencia y nos hace la vida más placentera, más plena, más feliz. Dentro de la literatura o fuera de ella, el cuento nos maravilla y nos atrapa con el sólo poder de la palabra y lo que evoca.

 

         La escritora argentina Graciela Montes, en su libro La frontera indómita (FCE. México. 1999), nos regala una exquisita reflexión sobre el cuento, que hoy me permito compartir con ustedes.

 

“El cuento está hecho de palabras, y por eso es una ilusión tan especial. En realidad una ilusión doble, que monta una ilusión sobre otra. Un cuento es un universo de discurso imaginario, imaginario dos veces, porque ya el discurso, el lenguaje, es en sí un “como si”, un disfraz, un juego con sus reglas. El signo –el símbolo- , la palabra, juega a ser, está jugando a ser, señalando una ausencia. Como algo que “es” pero “no es”. Si digo “agua”, nadie se moja, pero todos evocan mojaduras. El agua está y no está dentro de “agua”. “Agua” –la palabra- es la marca del agua que no está. Así son las palabras, como monedas de cambio: se dan y se reciben. Es un juego que jugamos todos. A veces, cuando digo “agua”, entrego esa moneda por valor de un agua concreta, me refiero a cierta manifestación de todas las aguas posibles del planeta. “Quiero agua”. Ésa, la que se agita en la jarra. Hablo de cosas que están en el mundo, apunto al mundo con las palabras, lo señalo, lo nombro. Hablo con el lenguaje de la noticia, de la información, de la explicación, de la organización. El de las verdades y las mentiras.

Pero el cuento es otra cosa.

         El cuento es un universo nuevo, un artificio que alguien ha construido. En el cuento está explícitamente indicado que las palabras que lo forman nombran una ficción y no un referente real, que –deliberada, declaradamente- están construyendo una ilusión, un mundo imaginario. En la ficción, la cuestión de si el discurso es verdadero o falso no es pertinente. Ninguno de los enunciados que un cuento contiene puede ser tildado de verdadero o de falso porque el cuento no tiene referente. No cabe ningún cotejo, ninguna demostración. En el cuento sólo manda el propio cuento. Y, sin embargo, mientras estamos ahí adentro no hay nada en que creamos más que en eso que nos están contando”.

La macroestructura

  

         Como es sabido, un texto (sea cual fuere su extensión, desde un párrafo hasta un libro) se construye mediante ideas, expresadas a través de oraciones. Cuando está bien construido, las oraciones tienen una relación temática, es decir, tratan un mismo asunto, lo que le da al escrito una coherencia textual. Este es, en principio, lo que define el acomodo de las ideas en párrafos; cada párrafo trata un asunto del tema general: a cambio de asunto, cambio de párrafo.

 

         Es importante, por ello, identificar la idea principal de cada párrafo, porque con ella se conectan y cobran sentido las demás ideas que lo constituyen, las llamadas ideas de apoyo. Se da, pues, una valoración de las ideas considerándolas como principales y secundarias. Visualizar esta jerarquización de ideas es lo que conocemos como identificar la macroestructura de un texto.

 

         Cuando contamos una película, por ejemplo, no hacemos la narración de todas las cosas que suceden –lo cual, por otra parte, sería prácticamente imposible- sino de las acciones más significativas, de tal manera que trasmitimos las ideas globales de lo ocurrido. Esto lo hacemos porque hemos sido capaces de captar la macroestructura del filme. Cuando no es así, la narración se convierte en una enumeración de acciones deshilvanadas unas de otras.

 

         La macroestructura alude al significado global del texto, y se construye a partir de las ideas principales que se van desarrollando párrafo a párrafo. Expresa, por así decirlo, una comprensión global a partir de comprensiones particulares.

 

         Llegar a la construcción de la macroestructura implica, por parte del lector, un esfuerzo para seguir el hilo conductor que va desarrollando el autor. Del buen seguimiento que haga de las ideas principales depende el grado o nivel de comprensión que se logre. Por decirlo de alguna manera, la minuciosa observación de los árboles nos permite visualizar el bosque.

 

         Al identificar la macroestructura resumimos lo más importante de un texto, lo que facilita su memorización y la integración a nuestros esquemas cognitivos, dándose así lo que conocemos como aprendizaje.

Imitar

  

         En medios académicos, culturales y artísticos, el término imitar tiene, para mucha gente, connotaciones peyorativas. Se le asocia con copiar –que no es lo mismo-, con adueñarse de algo que en principio pertenece a otro, con discapacidad para llegar a metas por sí mismo, etc.

 

         Sin embargo, muchos de nuestros aprendizajes concientes o inconcientes los llevamos a cabo precisamente mediante la imitación. Aprendemos viendo lo que otros hacen, oyendo cómo lo hicieron, siguiendo instrucciones y ensayando hacer. Conviene aclarar que, por supuesto, aquí el hacer no se refiere sólo a fabricar, sino que abarca también el área del pensamiento.

 

         Imitar implica una conducta que, cuando es planificada, puede llevar a superar deficiencias, a ampliar perspectivas, a buscar alternativas y a desarrollar la creatividad. Imitar no es calcar, ni copiar ni –más modernamente- clonar. Imitar es, dice el diccionario, ejecutar una cosa a ejemplo y semejanza de otra, y ese “a ejemplo y semejanza” hace la diferencia.

 

         Imitar tiene que ver con esa parte importantísima del proceso de aprendizaje: formar modelos. Marcel Giry (Aprender a razonar, aprender a pensar. Siglo XXI. México. 2003) anota: “Sólo existe un método para inventar, que es el de imitar. Sólo existe un método para pensar correctamente, que es continuar algún pensamiento antiguo y probado… El arte de aprender se reduce entonces a imitar durante largo tiempo y a copiar durante largo tiempo, como lo saben incluso el más modesto de los músicos y el más modesto de los pintores…”

 

         Mucho de lo que somos y de lo que seremos lo hemos adquirido o vamos a hacerlo en virtud de la imitación que es, entonces, un recurso de aprendizaje. Identificar modelos y tratar de imitarlos no lleva, como pudiera pensarse, a una repetición inalterable y cíclica; en el proceso mismo del aprendizaje por imitación y en el producto obtenido se cuelan las particularidades que le van dando a las cosas nuestras diferencias individuales, de manera que lo obtenido nunca será igual. Imitar es siempre el punto de partida para desarrollar el propio estilo.

 

         En el caso de la lectura y la escritura, la imitación siempre ha sido importante para formar el hábito de leer y para desarrollar habilidades que lleven a la competencia lectora y escritora. ¿Pero a quién imitar? En un principio, a quienes a nuestro alrededor demuestran aprecio por leer y escribir: familiares, amigos, maestros…después, a los modelos que la escuela o la vida nos vayan proporcionando: libros, autores, otras personas, otros formatos o códigos, en fin. La práctica hará que poco a poco, sin sentir, el sujeto pase de ser imitador a imitable.

Tipos de lectura

         Un espacio por excelencia para la lectura es el aula. En las aulas de todos los niveles educativos de todos los países, se lee. O eso creo. Me parece que aquel verbalismo delirante de quien todo lo sabe hacia quien todo lo ignora ha venido en retirada ante la implementación de nuevos modelos pedagógicos más participativos. En todas esas aulas pueden encontrase materiales de lectura, llevadas tanto por el docente como por el alumno o que permanecen en el aula: libros, fichas, apuntes, anotaciones, esquemas, revistas, mapas, instructivos…

 

         Demos por sentado que en el aula se lee. ¿Y cómo se lee? José Quintanal Díaz, en el capítulo “Tratamiento complementario de la lectura en el aula” (Comprensión lectora. Graó. Barcelona: 2001) anota que en el aula pueden hacerse cuatro tipos de lectura. Analicemos su clasificación.

 

         La primera, dice, es la lectura de investigación, que se lleva a cabo cuando el alumno la realiza para descubrir por sí mismo la información solicitada por el docente; la segunda es la lectura para el aprendizaje, es decir, la que busca que el alumno localice en el texto el dato solicitado y transfiera esa información al cerebro, integrándola al cúmulo de conocimientos que ya posee, haciendo de ella un saber; una más es la lectura espontánea, de la que dice: “son numerosos los momentos escolares en que el alumno toma contacto con el texto de la manera más natural, por simple curiosidad o incluso casualidad y se topa con textos que le permiten ampliar su espectro de conocimientos, pues toda lectura, y más la temática, aporta algo”; y por último, la lectura resolutiva, esto es, aquella que se lleva a cabo para buscar soluciones, y que parte de un texto que plantea una situación problemática que requiere ser comprendida, valorada y resuelta por el alumno.

 

De todas ellas, esta última, anota Quintanal Díaz, implica un alto grado de procesamiento mental, por lo que su ejecución resulta ardua y compleja para el alumno,  pero que resulta altamente efectiva para realizar aprendizajes significativos, como lo demuestra el auge que ha tenido en los últimos años el modelo de Aprendizaje basado en problemas (ABP) en boga en muchas universidades del mundo.

 

No puede decirse, sin embargo, que una sea mejor que las otras; son, simplemente, diferentes y cada una de ellas realiza una función en el proceso de aprender. Son herramientas distintas que se utilizan para propósitos específicos en diferentes momentos. Más todavía, es bastante común que la naturaleza de la actividad las lleve a la necesidad de combinarlas para poder llevar a cabo la tarea.

 

Lo que sí, conviene conocer, de parte del docente y del alumno, cuál forma se va a utilizar en qué etapa del aprendizaje y para qué. Esto garantizará un mayor desempeño durante la lectura y, en consecuencia, mejores resultados. Conocerlas, utilizarlas y valorarlas de manera intencional y conciente forma parte de de eso que llamamos, todavía de manera vaga e imprecisa, la metacognición de la lectura.

Vocabulario y lectura

 

         Se entiende como vocabulario el conjunto de palabras de un idioma y, más específicamente a aquellas que usa o conoce una persona. Se dice que el Diccionario de la Real Academia Española consigna aproximadamente 85,000 voces, pero se sabe que las palabras habladas en esta lengua en las diferentes regiones del mundo es, con mucho, de un número considerablemente mayor. No hay, pues, un hablante que conozca todas las palabras de su lengua, más aún que ésta, como un ente vivo, crece constantemente.

 

         El vocabulario que un lector posee es fundamental para la comprensión de la lectura; mientras más amplio sea, mayores posibilidades tiene de acceder al significado y el sentido del texto. Jesús Alonso Tapia, en su artículo Claves para la enseñanza de la comprensión lectora (Revista de Educación. No. extraordinario 2005. Madrid.)  lo dice de la siguiente manera: “el lector tiene una especie de “diccionario mental” que le permite descifrar el significado de las palabras, y uno de los factores que determina las diferencias en la comprensión es la amplitud del mismo –la cantidad de vocabulario que conoce el sujeto  y la rapidez con que puede acceder a él –que dependería de la familiaridad con el tema de lectura– y con los términos relacionados con el mismo”.

 

         Además de los dos factores mencionados hay, dice Tapia, otros dos que los complementan: uno es el poder ubicar el contexto semántico y sintáctico en que la palabra se encuentra (determinar a qué se refiere en el tema que se desarrolla), lo que permite que el lector la reconozca, si ya la conoce, o que pueda inferir su significado si la desconoce; otro es el uso estratégico que hace de dicho contexto, esto es, el control deliberado que el lector aplica para utilizar tanto el tema del texto como las ideas desarrolladas para darle sentido a lo que está leyendo, estrategia que es más fácil de encontrar en lectores expertos o profundos que en lectores novatos o superficiales.

 

         Si bien los cuatro factores son susceptibles de desarrollarse, los dos primeros dependen más bien del aprendizaje que el sujeto realiza a lo largo de su vida, mientras que los segundos pueden ser enseñados por alguien que tenga ya la experiencia de su manejo y pueda trasmitirla, acción que generalmente recae en los docentes. En muchas ocasiones, si no hay alguien que facilite ese aprendizaje, el sujeto puede ser, para siempre, un lector con deficiencias en la comprensión de lo que lee.

 

         El vocabulario de una persona es más que el conjunto de palabras que conoce y usa: es un vehículo para entender y explicar el mundo que percibe; mientras más amplio sea el primero, más amplio y significativo será el segundo.

 

El Diccionario, que constituye una referencia del habla en nuestro idioma, se actualiza constantemente

Un profesor motivador

 

  

         La figura del profesor, de la profesora, es fundamental en el aula y en el proceso educativo en general. Es a veces una fuente de información que trasmite y comparte lo que sabe, a veces un mediador que ayuda a que el alumno vaya encontrando y construyendo su propio conocimiento. Pero más allá de los datos que circulan entre docente, texto y alumno, el profesor es un ente con actitudes, normas, creencias y valores tanto provenientes de su personal formación, como de la institución a la que representa. Es decir, presenta ante sus alumnos un discurso que puede pretender o no, transmitir.

 

         Esa enseñanza, que puede ser conciente o inconciente, se lleva a cabo mediante el ejemplo, la imposición, la persuasión, el convencimiento o algunas otras formas, y en mucho depende de la manera utilizada el hecho de que el alumno llegue a imitar, acatar, acceder o convencerse de hacer suyo ese discurso, ese conjunto de actitudes, normas, creencias y valores.

 

         En el ensayo Cultura del profesor y modos de motivar: a la búsqueda de una gramática de los motivos, (El aprendizaje estratégico. Santillana. Madrid, 1999.) Juan Antonio Huertas afirma que en la motivación que el profesor pretende en los alumnos para aceptar determinado discurso es esencial la percepción que ellos tengan de él como persona y como docente. En la imagen de un profesor creíble, dice, confluyen cuatro aspectos: su credibilidad, su atractivo, su poder y su status.

 

         La credibilidad de un profesor depende de la sensación de competencia que provoque y de la apariencia de sinceridad que manifieste, es decir, qué tanto sabe de lo que habla y qué tan convencidamente lo dice. El atractivo no se refiere por supuesto a su figura, sino a su actitud; un profesor cercano al alumno, afectivo, convencido y contento con su función tendrá más oportunidades de “vender” su discurso que otro que desarrolle actitudes contrarias. Aunque en menor medida, el poder o posibilidad de control que mantiene un profesor, y la manera en que lo ejerce, influye en el momento de transmitir su discurso. Por último, su status, o la percepción de importancia de su persona y de la función que lleva a cabo haya logrado desarrollar ante sus alumnos.

 

         La motivación, dice Huertas, no es otra cosa que un conjunto de patrones de acción que activan al individuo hacia determinadas metas. En la escuela, y en la vida en general, la motivación es fundamental para el aprendizaje. Mucho se logra si el alumno quiere hacer las cosas porque está convencido, motivado, dispuesto a esforzarse por aprender, hacer o creer. Si no hay esa motivación, todo será un constante jaloneo en una batalla que está perdida de antemano.

Transferencia

         Nuestra supervivencia en el planeta se debe a una larga cadena de circunstancias entre las que destaca, sin duda, el desarrollo mental que la especie humana llevó a cabo y que le permitió comprender y aprender el mundo. Dentro de la complejidad del pensamiento hay una habilidad clave para que esa evolución se llevara a cabo: la transferencia.

 

         Transferir, dice el diccionario, es pasar o llevar una cosa de un lugar a otro. Cuando una persona se apoya en conocimientos ya adquiridos para acceder o comprender otros, está llevando a cabo una transferencia.

 

         El enfrentarnos a situaciones de aprendizaje genera conocimiento, y con ello, experiencias. Esas experiencias, valiosas de por sí, tendrían poco efecto si hubiera que vivir una por cada situación de aprendizaje. Sin embargo, dado que en algunas situaciones de aprendizaje existe paralelismo, es decir, se parecen, los conocimientos de una experiencia semejante sirven de base para conocer y comprender la nueva. Un ejemplo muy simple: un niño pequeño no necesita tocar todos los objetos puestos al fuego para saber que están calientes; basta con que en su experiencia esté ya el conocimiento después de haber tocado uno. Cuanto más similares sean las situaciones de aprendizaje, más probable es que ocurra la transferencia de una a otra.

 

         La transferencia es una habilidad cognitiva que llevamos a cabo de manera inconciente. En la vida diaria, por ejemplo, el uso de refranes para explicar y aclarar situaciones demuestra la transferencia de quien lo dice, y obliga a quien lo escucha igualmente a transferir para poder comprender.

 

         Según David Perkins (1984) es posible hablar de dos niveles de transferencia. Se usa transferencia de bajo nivel cuando se aplica una habilidad o conocimiento ya adquirido y que pasa casi automáticamente para aplicarlo en una situación nueva, por ejemplo, quien sabe manejar un coche podrá, en principio, manejar un camión; se usa transferencia de alto nivel cuando la habilidad o el conocimiento adquiridos son usados concientemente para tratar de resolver una situación nueva, cuando se piensa en el cómo aprovechar lo que se sabe, por ejemplo, en la elaboración de estrategias para resolver problemas.

 

         Si bien la transferencia es una habilidad del pensamiento que se lleva a cabo internamente, los docentes pueden apoyar y estimular en los estudiantes su uso ayudándoles a hacer las conexiones necesarias entre conocimientos previos y conocimientos nuevos; mejor todavía, apoyándolos para hacerlo metacognitivamente, es decir, llevando a cabo el proceso de manera conciente, deliberada y dirigida.

Producción de textos en preescolar

 

Norma, una estudiante de maestría a la que asesoro en la elaboración de su tesis trabaja con el tema de la producción de textos en preescolar. Cuando lo comenté en plática informal con algunos amigos –no profesores, por cierto-, uno de ellos rápidamente replicó: “Ah, ¿y cómo le hace si los niños de preescolar no saben escribir?”.

 

         Ciertamente, esos alumnos no saben todavía escribir de la manera en que lo hace usted que lee este artículo o el amigo del cual comento. Sin embargo, escriben. A su manera, claro. Esto es, con dibujos, con rayas y bolitas, con grafías parecidas a letras que quieren imitar, y lo hacen sin tener en cuenta el realizarlo de izquierda a derecha y de arriba abajo. Esto es posible porque aun antes de ir a la escuela han desarrollado una idea de lo que es escribir, básicamente porque han visto a los adultos o a niños mayores hacerlo.

 

         El término “producción de textos” es más abarcativo que el término “escribir”. Quien escribe es claro que produce un texto, pero no todo sujeto que produce un texto tiene necesariamente que escribirlo. Me explico: una de las estrategias que la profesora Norma considera es el dictado. De la primaria hacia delante, los profesores utilizan el dictado con sus alumnos como una manera de trasmitir conocimientos, ideas, instrucciones, datos, etc. Bueno, pues en preescolar los niños dictan a la maestra, que es quien escribe. Esa es su manera de producir textos.

 

         El escribir una palabra, una oración, un ensayo o un tratado es una de las últimas acciones del procedimiento de producción de textos (faltarían todavía la revisión y la corrección); el proceso comienza cuando la persona se ve en la necesidad (o el gusto, que es otra forma de necesidad) de escribir, y de ahí siguen las fases de pensar en lo que se quiere decir, a quién destinarlo, cómo decirlo, cuál será su estructura, cuál su extensión, etc. En la medida en que avanza la experiencia escritora, estas fases parecen compactarse en el sólo acto de escribir, pero de hecho siguen estando siempre presentes, aunque poco se piense en ellas.

 

         De la misma manera en que el trazo, la caligrafía o el dibujo entrenan a la mano para escribir, el dictado en preescolar prepara al alumno para la producción de textos. Ana Teberosky (2001) en el texto Comprensión lectora (Graó. Barcelona) menciona algunos de los aprendizajes que los niños construyen con esta actividad: controlan la longitud del enunciado que dictan en función de lo que el adulto debe escribir, esto es, la necesidad de ser conciso; controlan el contenido del dictado, o lo que realmente quieren decir; retienen en la memoria la secuencia del texto, lo que le da coherencia; controlan (o aprenden) la pronunciación de lo dictado; y aprenden sobre la estructura del texto.

 

         Como puede verse, tanto la escritura como la producción de textos (sobre todo esta última) pueden trabajarse desde preescolar. Hacerlo facilitará que el niño vaya desarrollando habilidades que le permitirán, posteriormente, ser, ya por su cuenta, no solamente un productor de textos, sino también un escritor, como el amigo del que hablo.

Comparar textos

 

         Aunque a muchos escolares de hoy les resulte difícil de creer, hubo un tiempo en que los estudiantes éramos tan ingenuos que pensábamos que todo aquello que estuviera escrito en alguna parte –libros, revistas, periódicos-, por el simple hecho de estar escrito, era verdad. Un poco lo que sucede hoy con la televisión.

 

         Ahora pienso que mucho se debía a la falta de acceso a fuentes de información: había uno o dos periódicos al alcance, pocas e inaccesibles revistas, un libro de texto único y que representaba todo lo uno podía saber sobre un tema y escasas enciclopedias que se podían consultar solamente en las también escasas bibliotecas. Esto dificultaba llevar a cabo una de las técnicas que Daniel Cassany et al (2000) recomiendan en su libro Enseñar lengua (Graó: Barcelona) como una de las formas de llevar a cabo una lectura de comprensión, la de comparar textos.

 

         Comparar es una de las habilidades cognitivas que las personas utilizamos para aprender y comprender cosas en el mundo y en la escuela. Tiene como base el análisis y consiste en descubrir las relaciones que guardan entre sí dos objetos, hechos o fenómenos con base en sus semejanzas y diferencias. Aunque no todas las cosas pueden compararse, las que sí proporcionan importante información que permite al sujeto moverse en un mundo que de otra manera sería caótico y confuso.

 

         Cassany recomienda comparar textos como una manera de lograr aprendizajes más profundos y significativos a partir de la lectura de más de dos fuentes de información y sugiere algunas ideas para realizarla: a) comparar la misma noticia en varios periódicos; b) buscar repeticiones (ideas, palabras, frases, etc.) en dos o más textos; c) comparar el estilo de dos textos parecidos; d) hacer un resumen con toda la información sobre un tema, sin repetirla, a partir de dos o más textos; e) contrastar diferentes versiones de una misma obra literaria; f) comparar diferentes muestras de textos del mismo tipo (carta, noticia, etc.) para extraer su estructura o características formales; g) manejar varios libros de consulta (diccionarios, manuales, enciclopedias, etc.) para desarrollar un tema; y h) comparar el mismo texto escrito en dos lenguas distintas.

        

         Muchas de las prácticas enlistadas es posible realizarlas aún desde los primeros años escolares si hay un profesor (a) que aliente a sus alumnos a no conformarse con sólo una versión de las cosas; en los niveles universitarios no sólo es una condición lógica, sino indispensable, impensable de no llevarla a cabo. Facilita las cosas que hoy haya acceso a distintas fuentes de información entre las que destaca, por supuesto, Internet. En un buscador común basta teclear la palabra –por poner una- combustión, para que le ofrezcan 43,400 opciones. Si no se comparan textos y la persona se queda con la primera que encuentra, no es porque no se pueda.